
LA REINECITA DE LOS BUISSONNETS
(por Anna Seguí Martí ocd)
Teresita de Lisieux.
La pequeña de la familia Martin.
Prematura huérfana de madre,
te refugiaste al amoroso amparo de tu padre.
Lo adorabas,
le llamabas tu rey.
El más gentil de los hombres,
te compró un palacio
y te nombró “reinecita” de los Buissonnets.
Sensible como la primavera
y llorona cual lluvia torrencial.
Clara como el agua
y transparente como el aire.
Débil y enfermiza,
rozabas la melancolía.
La gracia de Navidad
te curaba y fortalecía.
Amabas a tus hermanas,
ellas te mimaban y cuidaban.
Familia cristiana y devota,
cultivaba los rezos, devociones y misas.
Pronto miraste al cielo,
jugabas y soñabas ser santa.
Te repugnaba el pecado, lo aborrecías,
Pero amabas a los pecadores,
tu sacrificio y oraciones les ofrecías.
Ibas de pesca con tu padre,
con los peces y la caña lo dejabas.
Preferías pasear por el campo,
embriagarte de sol y aire.
Tu alma tierna y delicada
se recreaba contemplando el prado.
Admirabas la belleza de las flores,
oler sus perfumes y gozar los colores.
Te deleitabas escuchando el canto de los pájaros,
observar la ligereza de sus vuelos.
Sin casi percibirlo, abrías en tu corazón
una serena y profunda contemplación.
Imaginabas el cielo
jugando con tus hermanitos.
Y cielo ibas forjando en este suelo.
Como un pequeño gorrión,
las alas te iban creciendo.
Pero Dios no quería que subieras al cielo
con simples alas de gorrión.
Él te dio alas de águila,
te llevó sobre sus plumas
y te lanzó a vuelos de eternidad.
A Dios abrías tus manos, las elevabas
y se las presentabas vacías;
confiabas que su misericordia las llenaría.
A nosotros nos regalabas las rosas,
Aayy, en tus manos, clavadas las espinas.
Aquel dolor del alma que a Dios ofrecías.
¿Crees que no lo adivinamos?
Nunca tus manos fueron ofrenda vacía.
Con una lluvia de rosas nos bendecías.
En tus manos, clavadas las espinas.
No pudiste ver cumplido
tu deseo de ser sacerdote.
Tu vocación fue el amor,
tu opción amar y servir
en la Iglesia y el Carmelo.
Como Juan de la Cruz,
hiciste de la fe oscura una dichosa ventura.
Penosa y dolorosa fue tu larga noche.
Amargo el cáliz de la duda,
por la lejanía y silencio de Dios.
Querías estar segura que la Virgen te amaba.
Y la sombra de la duda se prolongaba.
Enferma de cuerpo y alma,
la tristeza te invadía,
el sufrimiento y la paz se mezclaban,
mientras la paciencia ejercías.
Recia y magnánima,
no querías sufrir menos.
Tus últimas palabras fueron lo que en el corazón ardía.
“¡Oh, le amo!
“¡Dios mío… os amo!”
En los labios dibujada una sonrisa.
Y te dormías…
En Dios para siempre despertabas.
Aquí la lluvia de rosas nos dejabas.
En tus manos, clavadas las espinas.